historias

Sicario, historias del crimen organizado

* Por no querer ser pobre, Pablo se metió al narco…

* Lo mataron, como a un perro callejero…

(1ª. de 2 Partes)

 

Gilberto Guzmán

 

Cuando tocaron a la vieja puerta de su casa, la madrugada de aquel miércoles negro por la tarde, Pablo confirmó que lo iban a matar. Lo sospechaba desde el día anterior, cuando le llegó un mensaje a través de un emisario inusual en el que le advirtieron: “Sigues tú, por dedo”.

 

De 25 años, con estudios de apenas segundo grado de bachillerato y una pobreza a la que nunca quiso resignarse, se involucró con un grupo de delincuentes de su barrio, en Acapulco, que primero le dieron a probar cocaína, y cuando le convirtieron en un adicto menor --porque aún podía estar días sin consumirla--, lo metieron de ‘halcón’, vigilante que mantenía a sus contactos con el jefe al tanto de cualquier movimiento que pudiera poner en riesgo sus intereses.

Después, le vieron aptitudes para hacer “trabajos más profesionales”, y comenzó a realizar el cobro de las cuotas que por “derecho de piso” les arrebata el narco a pequeños comerciantes del centro.

Vendedoras de sopes, tortas, dulces, comerciantes ambulantes que tienen su clientela en esa zona, y pequeños comercios establecidos, conocieron a Pablo como el recaudador de los impuestos ilegales, esos que ni de chisme llegan a las arcas públicas, pero financian campañas electorales y compran silencios del aparato oficial, para que todo siga su curso normal.

De ahí, Pablo dio un paso mayor: se convirtió en sicario, pistolero a sueldo, que ganaba entre 5 mil y 10 mil pesos a la quincena por quitar del camino a quienes les estorbaban a un patrón que jamás conoció, pero al que llegó a admirar y agradecer por pensar que lo sacaría de la pobreza.

 Por no ser pobre

 En una casa vieja, cuyas paredes dan cuenta por su apariencia vieja y descuidada de la clase económica de sus ocupantes, Liliana narra parte de la historia de su hermano, Pablo, que pensó que de sicario sacaría a su familia de la pobreza.

“Desde que tenía 17 años, cuando iba al Cobach, empezó a quejarse con mucha insistencia de ser pobre. Yo le decía que esa era nuestra suerte, que desgraciadamente no podíamos hacer nada más, si nuestros padres siempre han sido pobres”, narra la joven de 27 años, que se encuentra cursando el segundo grado de la Licenciatura en Educación Primaria.

Ella, también le explicaba que debía estudiar si quería tener un mejor futuro que sus padres y poder superar la situación económica de la que tanto renegaba.

“A veces lo veía animado, y me decía que sí, que estudiaría algo que no fuera complicado para buscar un trabajo y ayudar a mis papás, que ya están grandes… pero otras lo veía afligido, no dejaba de renegar, incluso decía que mejor se iría de ilegal a Estados Unidos, porque no tenía dinero para estudiar una carrera. Mis papás son campesinos, no podían ayudarnos”.

Entonces, Pablo conoció al “Diablo”, cabecilla de un grupo de vándalos que se dedicaban a hacer desmanes y que comenzaron teniendo fama de ladrones de casa-habitación, pero después se supo que trabajan para una célula del narcotráfico en el puerto de Acapulco.

“Ellos lo metieron a ese negocio. Le ofrecieron darle dinero a cambio de que ‘cooperara’ con ellos. Yo le dije muchas veces a Pablo que eso no estaba bien, que le iba a ir mal, que ya sabía cómo terminaban todos los que se metían a trabajar con los narcos, pero no me hizo caso”.

Pero Pablo estaba convencido de que sólo así ganaría dinero para salir de las carencias que tanto le afligían, como también estaba convencido que no era el camino correcto. Aún así, se lanzó a ese abismo del que no volvió a salir.

 Camino a la muerte

 Durante nueve meses, Pablo participó en diversos actos delictivos, como asaltos, cobro de derecho de piso, extorsión y asesinatos. Fue como un periodo de gestación para terminar en un parto pero a la muerte.

Como suele ocurrir en las relaciones del crimen organizado, uno de los compañeros de Pablo lo acusó con el jefe de la banda de estarlos traicionando al pasar información a la policía de las acciones que planeaban cometer, y aunque nunca se comprobó, porque siguieron operando sin contratiempos en la llamada zona de tolerancia del puerto, el día de la venganza llegó.

“El segundo lunes de junio, Pablo me dijo que lo habían amenazado sus propios compañeros, y que tenía miedo porque sabía lo que les pasaba a quienes traicionaban al jefe, pero que él no había hecho nada. Me lo juró, por nuestra madre me lo juró, y yo le creí, estaba desesperado. Además, él nunca fue un mentiroso”.

Al día siguiente, a una cuadra de la casa de Pablo, fueron a arrojar un perro callejero degollado, con una cartulina que decía: “Sigues tú, por dedo”. Sabía que el mensaje era para él, y sintió un terror que lo congeló.

La primera persona, y quizá la única a la que se lo contó, fue su hermana. Liliana no tuvo el valor para contárselo a sus padres, temía que los sicarios fueran a matarlos también a ellos.

Junto a su hermano, pasaron la noche llorando sin saber qué hacer, no hallaron siquiera una posible solución para evitar lo inminente. Descartaron todo, comenzando por denunciar ante la Policía a los delincuentes, pues sabían que muchos de los elementos trabajan para el crimen organizado, y tampoco tenían dinero para pagar por protección.

 Como perro callejero

 A las 3 de la mañana tocaron la puerta de madera. Pablo sudó frío. Estaba temblando de miedo. Abrió sólo para encontrarse de frente con la muerte.

Dos sicarios lo jalaron y golpearon hasta dejarlo inconsciente. A la vuelta de su casa, le dispararon tres balazos y el sello de la casa: el tiro de gracia a media frente.

En un charco de sangre, se ahogaron los sueños del joven por salir de la pobreza a costa de ser emisario de la muerte; a costa de ser sicario, como ocurre con muchos jóvenes en Guerrero y el país, que lejos de ser la esperanza de un mejor mañana, ven truncadas sus vidas, malbaratadas por unos pesos.

Igual que el perro callejero, Pablo fue utilizado de emisario para otros más que se quisieran “pasar de lanza”: “Esto les va a ocurrir a los que se quieran pasar de lanza, ojetes”, decía una cartulina, ensangrentada, y con características faltas de ortografía, que fue colocada sobre el cadáver del joven sicario.