Hace 13 años se publicó el icónico
libro de Lydia Cacho “Los demonios de Edén”, en el cual se exhibe una red de
explotación sexual infantil protegida y auspiciada por empresarios poderosos y
altos funcionarios estatales y federales. Uno de los señalados de participar en
dicho entramado criminal, el empresario Kamel Nacif Borge, denunció a la
periodista ante la Procuraduría General de Justicia del Estado de Puebla por
los supuestos delitos de difamación y calumnias.
Con celeridad inusitada se integró la
averiguación previa, se consignó ante una Jueza Quinto de lo Penal, y ésta, en
principio, se declaró incompetente. El Ministerio Público de Puebla volvió a
consignar prácticamente con las mismas pruebas. Para diciembre de 2005 la
jueza, extrañamente, ya había cambiado de opinión y en esta ocasión sí ordenó
la aprehensión contra Lydia.
Lo que pasó después quedaría
registrado como una historia infame y dolorosa de la justicia mexicana. El 16
de diciembre de 2005, policías judiciales de Puebla, apoyados por sus homólogos
de Quintana Roo y agentes privados de Nacif, detuvieron a Lydia a las afueras
del Centro Integral de Atención a la Mujer en Cancún. Nunca le mostraron la
orden de detención ni le informaron los motivos. La llevaron a los separos de
la Procuraduría de Quintana Roo y la incomunicaron, desoyeron las peticiones de
no llevarla por tierra debido a que recién se recuperaba de una bronquitis, y
acto seguido, se la llevaron a Puebla.
En el trayecto de 20 horas la
periodista sufrió amenazas, agresiones físicas, verbales e intimidaciones
sexuales. Ante las múltiples acciones de denuncia pública desplegadas por
amistades y organizaciones solidarias, las autoridades poblanas pretendieron
mitigar las violaciones graves cometidas contra Lydia. En la caseta de entrada
al estado de Puebla, cambiaron a la periodista a un automóvil con policías
judiciales mujeres con la intención de simular que fue custodiada con las
condiciones mínimas que garantizaban su integridad personal. Ya en las celdas
del Cereso en Puebla sufrió nuevas agresiones.
Una vez que Lydia Cacho fue puesta a
disposición de la Jueza Quinto de lo Penal, se le fijó una caución de 70 mil
pesos para obtener su libertad. Ahí supo los delitos que se le imputan y que el
llamado “rey de la mezclilla” era la “víctima”. La indignación social suscitada
en los meses siguientes alcanzaría su máximo nivel cuando en febrero de 2006 se
dieran a conocer las sórdidas conversaciones telefónicas entre el entonces
gobernador de Puebla, Mario Marín, y Kamel Nacif. Ambos personajes se
regodeaban con patéticos halagos mutuas (“eres mi héroe”, “mi gober precioso”)
y se ufanaban de haberle “dado sus coscorrones a esa vieja cabrona (sic)”.
En marzo de 2006, Lydia Cacho
denunciaría ante la Fiscalía Especial para la Atención de Delitos Relacionados
con actos de Violencia en Contra de las Mujeres (FEVIM) y la entonces Fiscalía
Especial para la Atención de Delitos Cometidos a Periodistas (FEADP), ambas de
la Procuraduría General de la República (PGR). Como parte del patrón de obstrucción
y denegación de justicia, las investigaciones se entramparían en trámites
burocráticos y diligencias inocuas. La celeridad para perseguir y castigar a
Lydia tendría como correlato la completa ineficacia para ser reparada en sus
derechos.
En paralelo, Lydia enfrentó la
acusación, ahora solamente por difamación. Hasta septiembre de 2006, y después
de haber recorrido los juzgados penales de Quintana Roo y en el Distrito
Federal, se dejó sin materia la causa instruida en su contra.
A este frustrante periplo se añadiría
la resolución desfavorable de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN)
en el ejercicio de su extinta facultad de investigar violaciones graves a
derechos humanos. Decía el más alto tribunal de justicia que no se acreditaban
violaciones graves a derechos humanos. En 2008, la acción penal ejercida contra
los policías torturadores se declararía improcedente por los tribunales locales
de Quintana Roo. Al mismo tiempo, se congelaría la investigación en PGR contra
el resto de los implicados. A éstos, los poderosos e influyentes autores
intelectuales, ni siquiera se les amagó con una acción penal fallida como a los
policías.
En efecto, con el dictamen de un
mecanismo internacional se corrobora que
en este país se persigue penalmente a quien dice la verdad, y existen
las condiciones legales (delitos contra el honor) para hacerlo. Que la tortura
es una forma recurrente y deliberada de obtener información o de castigar. Que
las mujeres son violentadas sistemáticamente en todos los ámbitos de la vida
pública y privada, y en especial, cuando están bajo custodia de agentes
estatales. Que la impunidad es la regla que alimenta al régimen político
actual. Que no hay democracia en la que se tolere las amenazas, la tortura, la
muerte de periodistas por hacer su trabajo. Y que de todo eso es hoy
sobreviviente Lydia Cach